Tres



Mientras me tomaba el té me entró el gusanillo profesional de sugerirle a Viviana que abandonara el blanco por el negro. Le adelgazaría unos cinco kilos, le realzaría el pelo y los ojos y resultaría más elegante, pero aquello, afortunadamente, se quedó en un simple pensamiento porque en ese momento la azafata empezó a retirar las bandejas, desplegando en cada movimiento ráfagas de algún perfume oriental desconocido. Viviana se pidió otra ginebra y la ayudé a reclinar el asiento hasta dejarlo horizontal. Parecía un muñeco de nieve tumbado por el viento. Hice lo mismo tendiéndome de costado hacia la ventanilla, afuera aún había luz, en la que flotábamos milagrosamente. Pero de vez en cuando las nubes se deshacían y dejaban al descubierto montañas marrones con blancura petrificada en las laderas, era mejor no mirar.

Dos



Me quité los zapatos y los empujé con el pie debajo del asiento de enfrente. No quería molestias, por eso había elegido sentarme junto a la ventanilla. Pero no iba a ser tan fácil: notaba las miradas de mi vecina resbalándome en el pelo, y en algún momento tendría que girarme y enfrentarme a sus ganas de charla. Vi de reojo cómo le hacía una señal a la azafata y le pedía una ginebra con una rodaja de pepino, unos granos de pimienta y un ligero chorro de tónica. Desde luego parecía tener unos gustos muy concretos. Por unos segundos solo se oyeron los cubitos de hielo chocando contra el vaso de plástico y la ginebra chocando contra el hielo mientras empezábamos a sobrevolar enormes masas de nubes que cubrían las montañas y las casas, los ríos, la gente y los animales como una capa de algodón. No se podía saber dónde estábamos.

Uno



Hace medio año, una desconocida me dijo que había alguien en mi vida que deseaba que yo muriera. La encontré en un vuelo Nueva Delhi-Madrid. Tenía problemas con la vista y me pidió que le leyera el menú y que le indicara dónde estaba el baño. «Otra vez he perdido las malditas gafas», dijo metiendo la cabeza en un enorme bolso blanco. Su peso, alrededor de ciento y pico kilos, la obligaba a viajar en business. A los organizadores del congreso al que había asistido no les hacía gracia el gasto, pero qué podía hacer ella, no cabía en un asiento turista. Sonreí vagamente y no hice ningún comentario porque no quería enredarme en una conversación de diez horas. Abrí una revista sobre las rodillas y me quedé mirando el cielo y la luz de fuera con la frente pegada a la ventanilla. No había nubes, solo alguna pequeña y perdida que hacía pensar en la soledad. Una maravillosa sensación después de tantos días de desfiles, nervios, cambios de ropa, pinchazos de alfileres, toneladas de maquillaje, pestañas postizas de un metro y peinados demasiado creativos. La agencia de modelos para la que trabajaba me había pedido que desfilara en Nueva Delhi para una firma hindú y que asistiera a las fiestas en el palacete del empresario Karim y su esposa Sharubi, cuyo cuerpo menudo siempre iba envuelto en seda, y sus muñecas en oro hasta medio brazo. Y ahora, por fin, el vacío y la libertad.

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