Tres
Mientras me tomaba el té me entró el gusanillo profesional de sugerirle a Viviana que abandonara el blanco por el negro. Le adelgazaría unos cinco kilos, le realzaría el pelo y los ojos y resultaría más elegante, pero aquello, afortunadamente, se quedó en un simple pensamiento porque en ese momento la azafata empezó a retirar las bandejas, desplegando en cada movimiento ráfagas de algún perfume oriental desconocido. Viviana se pidió otra ginebra y la ayudé a reclinar el asiento hasta dejarlo horizontal. Parecía un muñeco de nieve tumbado por el viento. Hice lo mismo tendiéndome de costado hacia la ventanilla, afuera aún había luz, en la que flotábamos milagrosamente. Pero de vez en cuando las nubes se deshacían y dejaban al descubierto montañas marrones con blancura petrificada en las laderas, era mejor no mirar.